3 de diciembre de 2024

Vivir en Ecatepec | Mi primer asalto

Los autores del crimen estudiaban en la misma escuela que yo; de 7 am a 1 pm iban a clases; de 2 a 4 entrenaban americano y de 10 a 11 pm asaltaban

Vivir en Ecatepec 2

Vivir en Ecatepec 2. Mi primer asalto.

Cuando me preguntan cuándo y cómo fue mi primera vez, en mi mente regreso a esa noche y la recuerdo como si hubiese sido ayer. No es que haya sido una experiencia placentera, tampoco fue horrible, pero sin duda lo que ocurrió ese día me dejó huellas que ni con terapia he logrado eliminar.

Duró menos de dos minutos, hubo un poco de dolor y, al finalizar, me llené de un sentimiento de arrepentimiento e inexplicable culpa que explotaron en forma de lágrimas que se desbordaron en cuanto llegué a casa.

Así fue mi primera vez, la primera ocasión en la que fui víctima de un asalto en Ecatepec.

Tenía 15 años y vivía en la eterna lucha entre la neurosis propia de la adolescencia y las ganas de vivir y experimentar nuevas cosas. Me sentía muy afortunado porque estudiaba en una escuela de nivel bachillerato que, además de estar ubicada a unos pasos de mi casa, tenía reputación de ser una de las mejores de la Ciudad de México y la zona metropolitana.

El Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos número 3, “Estanislao Ramírez Ruiz”, mejor conocido como “La Voca 3”, fue para Ecatepec un bondadoso regalo de parte del Instituto Politécnico Nacional.

La Voca 3 tenía una ubicación muy particular: a sus espaldas, una recién inaugurada zona de edificios; a la izquierda, un terreno baldío que de vez en cuando era sede de circos nómadas cuya mayor atracción eran un par de caballos visiblemente desnutridos; a la derecha, uno de los panteones más grandes e importantes del municipio; de frente, bastaba cruzar la Avenida Central para llegar a otro terreno baldío que se adornaba con cerros de sosa cáustica.

Sin duda era una zona conflictiva, pero nada importaba: se trataba de la Voca 3, que presumía tener uno de los mejores planes de estudio en la carrera técnica de sistemas computacionales. Ahí estaba el futuro, el dinero, lo que nos podía sacar de Ecatepec gracias a nuestro dominio en las artes de la programación y la reparación de computadoras.

Por vivir a menos de un kilómetro de distancia, la administración de la escuela decidió colocarme en el turno vespertino; de lunes a viernes salía a las 9:50 de la noche y llegaba a casa a las 10, a veces más tarde, dependiendo de cuánto duraba la despedida con mis compañeros.

Mi primer semestre transcurría sin contratiempos, incluso conocí a un compañero que vivía en la misma unidad que yo y nos hacíamos compañía de regreso a casa cuando coincidíamos en la salida. La pasaba bien y fue en esa época cuando mis padres me tuvieron la confianza necesaria para darme por primera vez un juego de llaves para abrir todas las chapas de la casa.

Pero esa felicidad terminó de tajo una noche a finales de septiembre del 2006; salí de la escuela y la despedida con mis compañeros fue más breve de los normal porque comenzaba a llover. Héctor, mi compañero de trayecto, no aparecía y decidí emprender el camino en soledad.

Me puse mis audífonos, los conecté a mi Sony Ericsson Walkman y, como buen adolescente amante del cliché, puse “Llueve sobre la ciudad”, de Los Búnkers.

Aceleré el paso y mientras disfrutaba de la música, llegué hasta el final del terreno baldío; antes de cruzar a la calle previa de la entrada a mi unidad, me di cuenta que un par de sujetos me veían mientras caminaban en dirección contraria a la que yo iba. No le di importancia.

Un paso, dos pasos, tres pasos… quizá diez pasos más y toda mi visión se fue a negros. Un golpe con un objeto muy duro en la cabeza me apagó las luces y provocó que incluso el sonido de mis audífonos se escuchara lejano.

“No te pongas pendejo o te mato”, me dijo una voz que con muchos trabajos logré escuchar. Alguien me tenía abrazado por la cintura mientras otro me sacaban de las bolsas el celular, tres monedas de cinco pesos y un billete de a 20.

No se dieron tiempo de quitarme la mochila, pero sí me dieron un golpe más al momento que repetían “si volteas, aquí te chingamos, derechito a su casa, hijo de su puta madre”.

El miedo, la impotencia, el desconcierto y el dolor me obligaron a obedecer. Llegué a casa y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando descubrí que también habían sacado mis llaves. Tuve que tocar el timbre y comenzar con el trágico relato desde la entrada.

Me aguanté el llanto para que mis padres no tuvieran dudas de que estaba físicamente bien y que el par de golpes no eran nada de consideración. Porque acá en Ecatepec se considera una fortuna sufrir un asalto y no tener la necesidad de llegar de urgencia a un hospital.

Al día siguiente fui a la escuela; sin celular, sin llaves, sin audífonos y con miedo. Le conté a Héctor lo que había pasado y él sacó del anonimato a los ladrones.

“Seguro fueron el Cachetes y el Chabelo, andan juntando para los uniformes de americano que les pidieron. Pinches güeyes, si me los encuentro les digo que no se pasen de verga y te regresen el celular”.

El Cachetes y el Chabelo también estudiaban en la Voca 3 y vivían en una colonia aledaña a la mía, pero su buen desempeño en el futbol americano los ayudó a que les dieran el cambio de turno; de 7 am a 1 pm estudiaban; de 2 a 4 entrenaban y de 10 a 11 de la noche asaltaban.

Nunca me regresaron mi teléfono, pero Héctor me los presentó semanas más tarde, cuando los vimos en la misma zona de mi asalto.

“Ya lo vendimos, carnal. Haz de cuenta que nos becaste, pinches hombreras están bien caras, pero ya somos del primer equipo”, me confesó el Chabelo sin remordimiento alguno.

El Cachetes, por su parte, me devolvió mis llaves.

“Las traigo de amuleto porque el llavero está chingón”, me dijo.

Agradecí el detalle y el halago a mi llavero, incluso los felicité por su desempeño en la selección escolar de futbol americano.

“Si me hubieran pedido mis cosas se las hubiera dado; soy re pendejo para los madrazos, no tenían que pegarme, culeros”, les dije.

Se rieron.

Desde ese día, para mí es imposible caminar con audífonos puestos. No escuchar lo que pasa a mi alrededor me llena de ansiedad. Los uso en el transporte público, en lugares cerrados, pero nunca mientras camino.

Ese tipo de traumas los provoca el Vivir en Ecatepec.

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