17 de diciembre de 2024

Historias de histeria en la posmodernidad (Parte 9)

Adriana, mesera de un modesto restaurante de la CDMX, vio frustrado su intento de ser pentatleta, pero a cambio encontró el amor de un prestigiado doctor… al menos en su imaginación

Todo histérico en su discurso plantea una demanda por algo que falta. Cómo lo propuso Lacán, todo discurso constituye una demanda de amor. Cuando hablamos estamos pidiendo una respuesta, ser incondicionalmente reconocidos y escuchados. Estamos pidiendo ser amados.

Todo a lo grande

Adriana Rodríguez escucha sonar la alarma a las cinco y media de la mañana, ya tiene lista la cubeta llena de agua junto con  la resistencia eléctrica para solo enchufarla al contacto. Mientras el agua se calienta se prepara un café soluble que mete al micro.

Normalmente no tiene mucho problema al elegir su ropa, siempre se viste con prendas iguales; no quiero decir que usa la misma ropa cada día, quiero decir que tiene un estilo que repite una y otra vez en cada uno de sus atuendos, así que agarra unos pants -negros en esta ocasión-, una camiseta azul cielo y esos tenis que compró afuera del metro Puebla, que parece que tienen unos resortes en lugar de suela.

No podemos decir que son imitación de algún modelo de ADIDAS, por que no hay tal modelo en todo su catálogo, sólo que el vendedor tenía el mismo modelo con el logo de ADIDAS o Nike impresos, ella se decantó por el de ADIDAS.

Sale de casa y aún es de noche, su barrio no es muy seguro que digamos, pero afortunadamente renta un cuarto en una cuartería a 200 metros de la estación Peñón Viejo, así que no se expone tanto. Adriana mide 1.55 m de estatura y pesa 98 kilos repartidos a lo largo y ancho de su cuerpo.

Siempre carga con una maleta deportiva, como si fuera a ir al gimnasio y ahí se fuera a bañar, y en la maleta trajera la muda de ropa, la toalla y las cosas necesarias para su aseo, ese tamaño de maleta.

Para los que hemos usado el metro en esa zona de la ciudad a esa hora, sabemos perfectamente que se requieren de ciertas habilidades para poderse colar en algún vagón sin morir en el intento; la maleta de Adriana lo complicaba un poco más.

Lo que hacía es que la colocaba en posición vertical al frente de su cuerpo y la abrazaba, una vez que lograba estar dentro del vagón parecía que ella y la maleta se fundían en una pieza. Llegaba a Pantitlán y de ahí transbordaba a la línea café para bajarse en la estación Centro Médico, ahí se encontraba su lugar de trabajo. Trabajaba como mesera en un restaurante de mediana categoría que servía desayunos, comidas y cenas; abría su casillero y metía su maleta y se ponía el uniforme.

Llevaba cinco años trabajando en ese sitio, entró de 24; cómo el lugar tenía una parroquia nutrida y fiel, no le iba mal con las propinas, así que sus compañeras también tenían bastante tiempo por ahí.  En esos cinco años se había ganado una reputación de mitómana, ella sabía que sus compañeras no le creían nunca nada y aún así no podía parar de mentir.

Todo ese asunto de la maleta que se tomaba la molestia de cargar desde su casa era debido a que se había encargado de enterar a todas y cada una de sus compañeras y a sus clientes regulares que se estaba preparando para los panamericanos en la disciplina llamada pentatlón, y cada día ponía al tanto a la gente de sus progresos.

“Ayer me tocó nadar, le di 20 vueltas a la alberca olímpica en tanto tiempo, aún estoy dos minutos arriba para estar en tiempo de medalla”, “ayer corrí diez kilómetros en la pista del olímpico universitario en tanto tiempo, ahí sí estoy en tiempo de medalla, mi coco es la nadada”, le platicaba a una de sus compañeras, mientras le daba una mordida a un panqué relleno de crema pastelera.

Todo mundo había notado que a veces sólo amarrarse las agujetas de los zapatos era un reto a la física y a la fuerza de gravedad, por lo que la aventura del pentatlón se antojaba como imposible.  Finalmente, y como había sucedido con cada una de las mentiras anteriores, encontró una salida “que no la dejara mal parada”.

Esta vez, literalmente se lesionó la rodilla, y para darle algo de dramatismo al final del capítulo pentatlón compró una rodillera afuera del metro y empezó a renquear, fingió además estar desconsolada por tantas horas invertidas a su preparación física para terminar sin la oportunidad de disputar la competencia.

Pero cómo dicen los creyentes, “los caminos del señor son misteriosos”; el capítulo rodilla dio paso al capítulo “el mejor traumatólogo de México se enamoró de mí”. Ella siempre ha dicho a sus compañeras que estuvo casada con un millonario y que después del divorcio obtuvo el acuerdo de una jugosa mensualidad, así que su lesión deportiva se la atendió en el Hospital Español, algún entrenador del Comité Olímpico Mexicano le había recomendado a un doctor que portaba las credenciales suficientes para considerarlo el mejor en su ramo.

La ventaja de esta nueva mentira es que dejó de cargar la maletota, la desventaja es que se tenía que estar cambiando la rodillera y comprando bastones, muletas y toda clase de parafernalia que pudieran hacer que sus compañeras pensaran que realmente estaba tratándose “su lesión deportiva”.

“No sé que hacer, el doctor dice que quiere presentarme con sus hijos, que se quiere casar conmigo, pero es mayor que yo, tiene 57 años, pero es todo un caballero, educado, culto, con clase, el otro día después de que me atendió, me invitó a cenar a tal restaurante, él escogió el vino y el sommelier le reconoció su erudición en el tema”.

Llegó al punto de bajarse en la estación Jamaica en la mañana, pagar un arreglo de rosas para que le llegaran a su trabajo con una tarjeta a nombre del doctor, volver a subir al metro y continuar hasta su destino.

Los cambios de historias eran notables, en el sentido de que una vez que se instalaba en la nueva mentira parecía que la anterior era parte de otra vida o de la vida de alguien más, jamás se volvió a escuchar salir de su boca la palabra pentatlón.

Un mensajero irrumpe en el restaurante en plena hora pico del desayuno, deja un arreglo de flores para la señorita Adriana Rodríguez, una de sus clientes habituales intenta no poner cara de desconcertada, pero no le sale muy bien, la verdad es que sucedía como con lo del pentatlón, habían tantas cosas que no encajaban por puro sentido común que se volvía una tarea complicada “darle el avión”.

Este asunto del médico ya llevaba un año, lo del pentatlón duró año y medio, es decir, Adriana tenía disciplina para eso de las mentiras. A veces pedía Uber black y decía que el doctor le iba a mandar al chofer, que la iba a llevar al Four Seasons a cenar, que era una cena muy importante con sus socios del hospital.

En ciertos aspectos de su narración uno podía adivinar que se aproximaba el desenlace de esta mentira, acá la cosa es que un comenzó a mencionar mucho a un personaje: una de las hijas del doctor no la aceptaba, la odiaba, le hacía groserías y en alguna ocasión la había amenazado de muerte si no salía de sus vidas; sin embargo le había agarrado cariño al doctor, y si bien es cierto que temía por su vida, se hallaba en un dilema, ¿que debería de hacer?

Continuará…

*Los nombres y algunas circunstancias fueron modificados para proteger la identidad y la privacidad de los involucrados.

*Las ideas contenidas en este texto son responsabilidad de su autor y no reflejan la postura de News Report MX

Gabriel Zamora Paz (@DrGabbo) es Psicólogo por la UABC, Maestro en epistemología y doctor en Psicoanálisis Lacaniano.

Cuenta con 20 años dedicado a la actividad clínica como psicoterapeuta primero, cómo psicoanalista desde hace 6 años y trabajó 6 años como académico en la UPN.

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