22 de diciembre de 2024

OPINIÓN | Tiempo y destiempo

En la vida todo tiene un ciclo; se nace, se aprende, y si tenemos suerte, también hay tiempo de corregir o de seguir andando en el laberinto de nuestra necedad. Sin embargo, y a pesar de que hoy tenemos mejores herramientas, de contar con comunicaciones en tiempo real, con una vasta bibliografía y con ciencias más o menos avanzadas, parece que la política se escapa a estas reglas.

No quisiera comenzar esta columna con un tono pesimista y para compensar diré que las bases están sentadas, hemos progresado en lo esencial, establecimos una serie de valores comunes que perseguimos como sociedad: igualdad, libertad y justicia, también alcanzamos a acordar mal que bien las reglas del juego: partidos, elecciones y votos, vaya, democracia, a fin de desterrar de una vez por todas esa manía que tenemos de usar la fuerza como la mejor forma de solucionar los conflictos. Dejamos la ley del más fuerte para abrazar la ley del más apto.

Sin embargo, justo en este punto es donde parece que la lógica del aprendizaje o la naturaleza de la codicia humana se empeñan en regresarnos a lecciones que teníamos por aprendidas. Es por ello que a lo largo de estas líneas y las subsecuentes intentaré compartir con un usted, amable lector, distintas ópticas, teorías y hasta refranes de sentido común, que más de uno de nuestros gobernantes próximos o no tanto se pasan día a día, sin poder o querer recordar.

No quisiera caer en un ejercicio de simple chacoteo político de sobremesa o como diría un ex jefe en la pura grilla, sino más bien aspiro a que este espacio se convierta en el inicio de un debate serio, informado y lo más imparcial posible que eche mano de las muchas ciencias que nos ofrece nuestra civilización. Y es que, ya entrando en materia, si algo hemos aprendido a través de los años es que sin libertad el más fuerte gobierna, sin debate el seductor gana y sin sociedad cualquier audaz se lleva el poder.

Comenzaré por decir que la administración pública es un arte que teje fino, merece algo de oficio y, aunque nuestros actuales gobernantes lo duden, mucho de ciencia. Es la forma en como hemos decidido vivir en paz y obtener justicia, pero que a base de necedades ha perdido su encanto entre la gente.

En la antigua Grecia, dónde la línea entre lo salvaje y lo civilizado comenzó a delinearse, dedicarse al bienestar de la comunidad y guiar su camino, era un arte reservado para la gente más entendida, y es que nunca ha sido fácil controlar los destinos humanos y menos respetando su libertad.

Después vino la edad media y el renacimiento donde comprendimos las jerarquías, y las relaciones de poder, más tarde las reformas donde empezamos a pensar en derecho, libertades e igualdades y así sucesivamente hasta nuestros hípsters con sus derechos de tercera generación entre los que se encuentran el derecho al aire limpio y la internet.

Y no me malentienda, estimado lector, no estoy en desacuerdo a estos últimos, pero mientras exista un ser humano con hambre sobre la tierra, exigir agua mineralizada y conexión de alta velocidad me parece una vanidad.

Sin embargo, con todo y este aprendizaje, el gobierno de las sociedades también se transformó hasta convertirse en un concurso de popularidad en el que la aptitud era lo menos importante siempre y cuando todos, o la mayoría estuvieran de acuerdo y fue ahí cuando el discurso, el manejo de crisis y la seducción comenzaron también a formar parte de la ecuación.

Hoy, a casi 2000 años de existencia, tenemos una variedad enorme de atributos para elegir a quien nos gobierna y en este mar de confusión, la técnica y el oficio han abierto paso a la imagen, a la estrategia mediática, lo que amplía el abanico de posibilidades de líderes, muchos de ellos de dudoso talento y son estos justo los que denostan el oficio que durante años mucha gente se ha dedicado a estudiar.

Para muestra un botón: hace algunos años, justo mientras cursaba una especialidad en Administración Pública, mi madre, siempre muy prudente, reclamaba a uno de mis profesores, siempre muy paciente, el por qué de entre todas las ciencias de la tierra a su querubín se le había metido la idea de estudiar precisamente esa área tan corrupta.

Mi profe, con una sonrisa -me imagino que no era la primera vez que le reclamaban eso- le devolvió el argumento: «Señora, lo sucio no es la política, sino quienes hemos dejado que se encarguen de ella». Y así mi madre tuvo tranquilidad de conciencia y yo tranquilidad para el resto de mi semestre.

Así, de la misma forma y con un poco más de argumento, espero que esta columna me permita compartir con usted, querido lector, la tranquilidad que ese día mi madre se llevó. La traquilidad de que por cada Atila hay 20 Aristóteles intentando hacer las cosas bien, que siempre existen caminos y formas, que la ciencia progresa y que, créame, en 10 años que llevo de dedicarme a la administración pública he conocido a mejores funcionarios que a las ratas y lerdos que vemos diariamente en televisión.

Así que con estas líneas arranco lo que espero sea una amistad duradera mientras mis editores y usted lo permitan.

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