OPINIÓN | Entre querer y no poder
Tiempo y destiempo…
El poder es una novia atractiva y una esposa celosa. No es difícil imaginar el dilema en el que se ha metido nuestro pobre presidente; por un lado, durante más de 18 años fue fiel a una sola causa, la suya, la de hacerse de la silla presidencial sin importar el costo. Al final, mesiánico, perseveró y alcanzó, pero para ello tuvo que vender el alma al peor de los demonios: el de la duplicidad. Dijo que sí a todos y que sí a todo.
Hoy, a casi un año de haber recibido, ahora sí, legítimamente, la banda presidencial, debe debatirse entre complacer a sus votantes y saciar a la jauría de lobos que le garantizó el poder.
Hace 13 años, en el 2006, AMLO era un político común, tras haber sido Jefe de Gobierno sin mayor gloria que la de construir un segundo piso, política que hasta la fecha beneficia más a los ricos que a los pobres, quienes tienen que seguir circulando por los carriles alternos al no poder pagar el beneficio de surcar los cielos a toda velocidad; eligió a su enemigo, el PRI, hasta ahí todo bien.
La campaña de 2006, bonita, pegadora, encabezando al PRD, PT y Convergencia, impuso un parteaguas en las contiendas electorales al cerrar el resultado a niveles nunca vistos: 0.5% (así como su PIB). Sin embargo, la amarga derrota fue para él una afrenta personal que en su momento no le permitió evaluar el por qué de su derrota, provocándole un error de cálculo.
Para nadie es un secreto la mítica llamada de La Maestra la tarde de la elección ofreciéndole el voto del sindicato más grande de América Latina, el cual despreció y en cambio Juan Camilo Muriño supo capitalizar para desempatar la elección. Sin embargo, para López el error fue el de carecer de una fuerza política que le respaldara incondicionalmente, de millones que salieran a las calles a proclamarle presidente legítimo y que resistieran contra la ley y a pesar de ella el infinito calvario del plantón en Reforma.
Así, derrotado por la realidad, López Obrador no tuvo empacho en mandar a volar a las instituciones, incluida la que le había otorgado su confianza electoral, el PRD, y ese mismo año decidió fundar su propio partido, desfondando de militantes al PRD y desde el cual alimentó el resentimiento social que le había generado la anterior elección.
Durante 6 años dedicó tiempo, alma y recursos inexplicables a recorrer el país como nadie. Conforme avanzaba en cada estado, su proyecto, o al menos su discurso abrazaba una nueva propuesta. Como santo misericordioso escuchaba el clamor de la gente y hacia suyas las necesidades del pueblo. Un día prometía a petroleros en Veracruz, al siguiente a electricistas en el estado de México, más tarde a mineros en Coahuila y durante su peregrinar en tierra mexicana no hubo tribulación ni causa que no tuviera su bendición y una promesa dentro de su promesa de protección. Se creaba el así el mito mesiánico.
Sin embargo, AMLO seguía sin entender que una elección se gana como un partido de futbol; en las gradas y en la cancha. Para el 2012 López era una fuerza imparable, un abogado de las causas desesperadas y una esperanza para quienes como a él, el sistema, las leyes o el partido les había fallado, y con esta esperanza compitió nuevamente en una elección donde apostó a ganar por aclamación.
En esta ocasión la contienda fue distinta, si bien tenía el apoyo, la porra estaba desorganizada, había gente que subía, bajaba, pero no cabezas que operaran ni a ni nivel de gradas ni de cancha. Por el otro lado enfrentó a un candidato sin gracia pero disciplinado, y a un partido agonizante que sabía que se jugaba su última carta y que su estrategia era la maquinaria operativa que había construido durante 80 años. El resultado es conocido, con más de 6 punto de diferencia quedo claro que en política la disciplina es más redituable que el fervor.
Después del 2012 la cuesta fue fácil, todo operó en su favor, no quedaban muchas opciones. Para un experto en política con 12 años de campaña las cosas eran claras, había que juntar raza y nombrar capitanes que la dirigieran. Comenzó nuevamente su peregrinar donde hábilmente capitalizó la frustración de un gobierno que daba pasos erráticos, pero esta vez, echaría sus redes no al pueblo elegido sino al pueblo no elegido. Sabía que contaba con el pueblo, pero necesitaba de operadores que le guiaran. Y así en su peregrinar dio y prometió a todos los hijos de la revolución, del cambio democrático y de cuanto partido nuevo o inventado que tuvieran alguna afrenta con el sistema establecido, o que por impericia o avaricia el sistema o la ley los había desheredado, reclutando a actores de peso en la política pero que eran parias en sus partidos.
Así en 2018 sucedió el milagro: del exilio repatrió a los desterrados, resucitó a políticos muertos, desencadenó a fieras domadas y escoltado por ese ejercito de zombies y vampiros sedientos de justicia o venganza en 2018 ascendió a los cielos de la anhelada silla presidencial.
Mi abuela decía que uno debe tener cuidado con lo que desea porque se le puede cumplir y este fue el caso. Una de las principales características que lograron que el sistema presidencial priísta perdurada por tanto tiempo, fue la capacidad que tuvo de apaciguar a las diversas fuerzas políticas del país a través de la disciplina de partido. Durante la transición democrática esta disciplina permitió que los gobiernos alternantes tuvieran interlocutores confiables para establecer alianzas y acuerdos y así mantener una estabilidad política que permitiera al presidente dedicarse a la difícil tarea de gobernar.
Desgraciadamente para México esta estabilidad quedó fracturada, cuando el nuevo aparato de gobierno, echó mano de los que en su momento fueron apartados por indisciplinados o corruptos. Es por ello que hoy el presidente López Obrador tiene que jugar ajedrez en dos tableros, por un lado debe dedicar tiempo y esfuerzo a su mandato constitucional de guardar y hacer guardar la Constitución y por otro, debe frenar la carnicería que se ha desatado dentro de sus propias filas e incluso de entre quienes deberían ayudarle a gobernar, por arrebatarse el poder.
Menuda tarea le espera al presidente. A la fecha le hemos escuchado llamar a la cordura en ambas pistas, por un lado pretende gobernar delegando las decisiones de su gobierno a un gabinete irregular y poco experimentado y por otro parece olvidar que fue el mismo quien rompió todas y cada una de las reglas democráticas y de partido que daban estabilidad al sistema político mexicano.