Francisco: Una Iglesia sin muros, sin cadenas, que se levanta y mira más allá
El testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo que, ante la persecución, la prisión y la muerte, se levantan y combaten en su misión de llevar el Evangelio de Jesucristo
Vatican News
El rito de la bendición de los palios que serán impuestos a los 44 arzobispos metropolitanos nombrados en el transcurso del año, muchos de ellos presentes esta mañana en la Basílica vaticana, abrió la sugestiva celebración de la Solemnidad de los Apóstoles Pedro y Pablo, presidida por el Papa Francisco. Presentados al Pontífice por el cardenal protodiácono James Michael Harvey y tras la fórmula de juramento recitada por cada metropolitano, dio inicio la celebración eucarística que como cada año contó con la presencia de una delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla.
Las dos primeras lecturas tomadas de los Hechos de los Apóstoles que dan testimonio de Pedro y Pablo inspiraron las palabras de Francisco al destacar la actitud de ambos apóstoles ante la persecución, la prisión y la muerte. En primer lugar, Pedro que, arrojado a la cárcel por Herodes, es despertado por un ángel que lo conmina a levantarse rápido para liberarlo. Luego, Pablo que resume su vida y su misión como un “buen combate”. Dos aspectos, levantarse rápido y pelear el buen combate, que a decir del Pontífice, pueden ayudar a las comunidades cristianas a abordar el proceso sinodal en curso.
Atravesar el umbral de las puertas cerradas
El despertar de Pedro y levantarse– explicó el Pontífice – evoca la Pascua, ese resurgir, salir a la luz y “dejarse conducir por el Señor para atravesar el umbral de todas las puertas cerradas”, una imagen significativa para la Iglesia y para cada discípulo y comunidad cristiana que están llamados a levantarse rápidamente para “entrar en el dinamismo de la resurrección” y dejarse “guiar por el Señor en los caminos que Él quiere mostrarnos”.
“A veces, como Iglesia, nos abruma la pereza y preferimos quedarnos sentados a contemplar las pocas cosas seguras que poseemos, en lugar de levantarnos para dirigir nuestra mirada hacia nuevos horizontes, hacia el mar abierto. A menudo estamos encadenados como Pedro en la prisión de la costumbre, asustados por los cambios y atados a la cadena de nuestras tradiciones. Pero de este modo nos deslizamos hacia la mediocridad espiritual, corremos el riesgo de “sólo tratar de arreglárnoslas” incluso en la vida pastoral, el entusiasmo por la misión disminuye y, en lugar de ser un signo de vitalidad y creatividad, acabamos dando una impresión de tibieza e inercia”.
Una fe sin formalismos, una iglesia libre y humilde
El Santo Padre recurre al pensamiento del padre de Lubac quien cuestionaba que esa pereza e inercia hacía que la fe cayera “en el formalismo y la costumbre, en una religión de ceremonias y devociones, de ornamentos, de “cristianismo clerical, formalista, apagado y endurecido. De allí el llamado de Francisco a hacer del Sínodo el impulso para una Iglesia que se levanta
“El Sínodo que estamos celebrando nos llama a convertirnos en una Iglesia que se levanta, que no se encierra en sí misma, sino que es capaz de mirar más allá, de salir de sus propias prisiones al encuentro del mundo. Una Iglesia sin cadenas y sin muros, en la que todos puedan sentirse acogidos y acompañados, en la que se cultive el arte de la escucha, del diálogo, de la participación, bajo la única autoridad del Espíritu Santo. Una Iglesia libre y humilde, que ‘se levanta rápido’, que no posterga, que no acumula retrasos ante los desafíos del ahora, que no se detiene en los recintos sagrados, sino que se deja animar por la pasión del anuncio del Evangelio y el deseo de llegar a todos y de acoger a todos”.
Un “todos” que para el Papa, como repitió varias veces, significa que “trae a todos, ciegos, sordos, cojos, enfermos y pecadores”, porque “hay lugar para todos en la Iglesia”. Una Iglesia de “puertas abiertas” que son sirva para “desechar a la gente, para condenar a la gente”. Y como uno de los arzobispos metropolitanos le comentó ayer al Pontífice: “Para la Iglesia no es el tiempo de las despedidas, es el tiempo de la acogida”.
La Iglesia sinodal significa que todos participan
Hablando de Pablo, quien describía su vida como “un buen combate” por las “innumerables situaciones, a veces marcadas por la persecución y el sufrimiento, en las que no escatimó esfuerzos para anunciar del Evangelio de Jesús”, el Santo Padre advirtió que muchos no están dispuestos a acoger a Jesús y prefieren “ir tras sus propios intereses y otros maestros”. Recordó entonces que Pablo en su batalla pide a la comunidad y a cada uno que continúe su labor con la vigilancia, el anuncio, la enseñanza.
“Y aquí me vienen en mente dos preguntas. La primera es, ¿qué puedo hacer por la Iglesia? No quejarnos de la Iglesia, sino comprometernos con la Iglesia. Participar con pasión y humildad. Con pasión, porque no debemos permanecer como espectadores pasivos; con humildad, porque participar en la comunidad nunca debe significar ocupar el centro del escenario, sentirnos mejores que los demás e impedir que se acerquen. Iglesia sinodal significa que todos participan, ninguno en el lugar de los otros o por encima de los demás”.
El “buen combate” del que habla Pablo para Francisco es una batalla “porque el anuncio del Evangelio no es neutro, no deja las cosas como están, no acepta el compromiso con la lógica del mundo, sino que, por el contrario, enciende el fuego del Reino de Dios allá donde, en cambio, reinan los mecanismos humanos del poder, del mal, de la violencia, de la corrupción, de la injusticia y de la marginación”.
Una Iglesia que promueve la cultura del cuidado
En este contexto, el Pontífice planteó su segunda pregunta: “¿Qué podemos hacer juntos, como Iglesia, para que el mundo en el que vivimos sea más humano, más justo, más solidario, más abierto a Dios y a la fraternidad entre los hombres?
“Es evidente que no debemos encerrarnos en nuestros círculos eclesiales y quedarnos atrapados en ciertas discusiones estériles, sino ayudarnos a ser levadura en la masa del mundo. Juntos podemos y debemos establecer gestos de cuidado por la vida humana, por la protección de la creación, por la dignidad del trabajo, por los problemas de las familias, por la situación de los ancianos y de los abandonados, rechazados y despreciados. En definitiva, ser una Iglesia que promueve la cultura del cuidado, la compasión por los débiles y la lucha contra toda forma de degradación, incluida la de nuestras ciudades y de los lugares que frecuentamos, para que la alegría del Evangelio brille en la vida de cada uno: este es nuestro “buen combate”.