25 de abril de 2024

Historias de histeria en la posmodernidad | Mario Arturo

Mario Arturo era el mismísimo Saúl Hernández en versión cero talento; lo único que hacía bien era chantajear a su padre para evitar trabajar… hasta que su mentira no dio para más

Mario Arturo

Mario Arturo. Foto: UNAM Global

Cada día transitamos este mundo cruzándonos con personas que están a cinco minutos de tener un ataque de histeria, de convertirse en seres patéticos, de ser un lord ó una lady en redes sociales. La pregunta fundamental de las historias de histeria es: ¿De qué debemos escapar entonces, de la locura o del patetismo?

La locura nos viene pisando los talones cada momento, quizá ahí tenemos la respuesta, no parece posible escapar de ella a lo largo de toda nuestra existencia, nos dará alcance un par de veces si bien nos va. Nos gusta pensar que con el paso del tiempo la gente aprende por si sola a no ser patética, la verdad es que aprende muy poco o casi nada, se esfuerza por no aprender. 

Gabriel Zamora 

Mario Arturo

1.

Mario Arturo no es un nombre cualquiera, tiene esa fonética de galán de telenovela, “te amo, Mario Arturo, nunca te perderé”.  Mario Arturo era parte de una familia de inmigrantes sinaloenses establecidos en la colonia Alamitos de la ciudad de Mexicali, una colonia mas bien popular.

Era un tipo alto, pasaba del 1.90, tenía el cabello largo y convenientemente rizado, el énfasis en convenientemente era porque:

  1. Le gustaba la banda de rock mexicano Caifanes
  2. La gente le recalcaba el ligero parecido que tenía con Saúl Hernández, el de los noventa.

Como dicta el estereotipo del sinaloense (falso la mayor parte de las veces como suele ser los estereotipos, sólo que en este caso particular se cumplía a cabalidad), se trataba de una familia escandalosa, mal hablada, terribles vecinos, por mencionar un detalle: eran capaces de hacerle el cambio de aceite a un carro en plena calle y el aceite sucio dividirlo entre el suelo, dejando una gran mancha y  la otra parte tirarlo en la coladera del drenaje. Podían tener una borrachera toda la noche con la música en alguno de los carros a todo volumen a las seis de la mañana en martes.

La familia estaba conformada por dos hermanos, Mario Arturo, el mayor, y Luis “El Rojo”; el papá, que era conocido en el barrio como “El Orejón” -nunca supe su nombre- y la mamá, de quien desconozco también el nombre, principalmente porque justo en esa época en la que los conocí se fue a vivir a Heber, en California.

Parecían no conocer un tono de voz por debajo del grito, entre ellos se hablaban a gritos y groserías, padre a hijo, entre hermanos, hijos a padre.

«Que vayas a la tienda, cabrón, huevón, hijo de la chingada, todo el día estás rascándote las talegas», era la manera en que el orejón mandaba a sus hijos a  la tienda.

«Ya cállese el pinche hocico, mejor deme dinero, si no como chingados voy a comprar las cosas», contestaba Mario Arturo.

No se trataba de que el resto de las personas que vivíamos en la cuadra estuviéramos al pendiente de la vida de esta peculiar familia, es que no había manera posible de ignorarlos.

2.

Trascendiendo el tema de la pintoresca vida familiar de Mario Arturo, es imprescindible mencionar que era un joven ataviado siempre en unos pantalones negros “entubados”, botas de piel negras y alguna camisa con estilo rockero.

Lo anterior no tendría absolutamente nada de peculiar, digo, que un rockero se vista de rockero es tan natural como que una monja use hábito, pero, ¿recuerdan que mencioné Mexicali? Bueno, pues esos pantalones negros, gruesos, entubados, esas botas de piel negras y esa camisa “estilera” eran portadas por nuestro amigo a 45 grados Celsius, el cabello largo era otro plus. Ganas de lucir como Saúl Hernández había, no hay quien pueda negar eso sin quedar como un mentiroso.

Ya estaba la facha, pero el hábito no hace al monje, así que bastaba  pasar a unos cincuenta metros de distancia de esa casa para escuchar cualquier canción de “El silencio” o de algún otro disco de Caifanes, ¡En la maldita cuadra se escuchaba a Caifanes todo el día!

Platicar con él era ya otro asunto; en esos años algunos mensajes en doble sentido encriptados en las letras de la banda se hicieron del dominio público, a menos que como dicen por ahí, hubiera estado viviendo bajo una piedra, no podría haber ignorado el hecho que «La negra Tomasa» hablaba de la heroína, o que la canción «Piedra» hablaba de la cocaína.

Sin embargo, Mario Arturo pensaba que como él era un fanático y estudioso de los contenidos complejos de las letras de la agrupación musical, no aptos para cualquier iletrado, según sus propias palabras, se tomaba la molestia de a la menor provocación dar una ponencia acerca de estos mensajes ocultos.

En su lenguaje cotidiano incluía palabras como etéreo y metamorféame, sin el menor recato insinuaba que nos iba a comer el diablo, si alguien tenía la inocente ocurrencia de comentar alguna noticia, finalmente eran los noventa y en Baja California los Arrellano Félix traían un desmadre por todos lados, de inmediato hablaba de “el comunicador”

3.

Mario Arturo no sólo tenía el nombre de galán de telenovela, también tenía un séquito de jovencitas interesadas en romancear con él. Éstas lo veían tal y como Juan Diego ve a la Virgen en las pinturas religiosas.

Era una escena común pasar caminando a las 11 de la noche enfrente de esa casa y ver a Mario Arturo difundiendo la palabra de los Caifanes en algo poquito menos  que una cátedra socrática.  No he mencionado que él no tenía empleo, si somos un poco mas precisos con el lenguaje, a sus 19 años jamas había ganado un peso con su esfuerzo, entonces todas las noches, estas gruppies del gruppie lo proveían de cerveza e incluso de cocaína.

El ritual de la cocaína era tan básico y predecible como lo están pensando. Como dije anteriormente, Mario Arturo vivía en familia y todo esto ocurría en un pequeño patio que había en la parte frontal de la casa, este patio tenía una reja de barras de herrería que permitía que se viera absolutamente todo desde la calle.

En un plato de vidrio cualquiera vaciaba el polvo blanco, le preguntaba a las chavas presentes si iban a querer, después sobre el plato se ponía a hacer rayas, inmediatamente después se colocaba frente al “modular” (que toda la vida estaban el patio, en lugar de estar en la sala de la casa) y ponía la canción «Piedra». Las chavas parecían entrar en trance.

Nosotros, los demás vecinos de la edad, que para este momento ya estábamos ahora sí de chismosos, hacíamos apuestas:

-Cuando saque la coca va a poner «Piedra»
-Cuando se quede solo con una chava va a poner “La célula que explota”

4.

El asunto del desempleo se convirtió en un problema: las gruppies se aburrían después de un tiempo, para empezar Caifanes no tenía tanto material como para pasarse años en esta especie de secta; en segundo lugar, no hay dinero que alcance para saciar la sed de semejante animal, así que de pronto ya se veía en la necesidad de cruzar la calle y llegar con los no etéreos (nosotros) a gorrear una que otra caguamita.

Su papá era un jubilado de Estados Unidos viviendo en México, así que el dinero le alcanzaba perfectamente para sus necesidades de adulto mayor; la mujer vivía “en el otro lado” y el hijo menor que si trabajaba ni siquiera vivía ahí.

Mario Arturo consideraba entonces que su papá estaba en la obligación de proveerlo de cosas, como hijo de familia de una clase social a la que no pertenecían. Su padre siempre se negó, además de muy mala manera. La negativa de “El Orejón” a comprarle cosas lo ponía triste, lo cual redondeaba su imagen “oscura”.

Fue justo en esa época que en una fiesta Mario Arturo conoció a Michelle, la hija de un médico de una colonia de clase alta, como era natural quedó deslumbrada ante un hombre tan profundo y atractivo, era el mismísimo Saúl Hernández en versión cero talento, pero ¿qué mas daba? ¡Se parecía, eso era lo importante!

Michelle y Mario Arturo iniciaron un tórrido romance que le trajo mucha felicidad y complicaciones a nuestro amigo. La felicidad de pasear en coches bonitos, con una chica bonita, como la estrella de rock que no era pero que pudo hacer sido. La complicación que esta relación le imponía era la necesidad de afrontar compromisos sociales para los que no estaba preparado, no tenía ropa, dinero, trabajo, ni ganas de trabajar. ¡qué tragedia!

En el barrio que todo se sabía, se corrió el rumor que inventaba que quería entrar a la escuela para que su mamá desde Estados Unidos le mandara dinero, pero bueno, este tipo de mentiras no se pueden sostener por mucho tiempo, menos si tomamos en cuenta que la señora y “El Orejón” hablaban bastante seguido por teléfono.

Mientras la mentira sí funcionó, aprovechó para ir a San Diego y comprarse un guardarropa bastante decente que le permitía dar “el gatazo” dentro del nuevo círculo social en el que ahora se movía.

El asunto es éste, la gente de cierto estatus socioeconómico compra ropa varias veces al año, y Mario Arturo ahora tendría que pensar en algo, porque lo de inventar que iba a entrar a la escuela ya se había quemado como opción.

5.

Insisto en que hay cosas que pertenecen a la intimidad de una familia o de una pareja, pero estamos hablando de personas que tenían su vida privada en la calle y a gritos, entonces con un poquito de voluntad, uno se podía enterar de todo, además la historia se estaba poniendo buena, a tal grado que movimos nuestro tradicional punto de reunión unos cien metros para quedar exactamente enfrente de donde estaba ocurriendo la acción.

Lo siguiente que empezó a ocurrir es que montaba el numerito de darle a entender a Michelle que él era muy poca cosa para ella, que ni siquiera tenía dinero para la chamarra esa de 100 dólares que acaban de ver.

-Apuesto un cartón a que Michelle se la compra.
-Yo apuesto otro a que no.

No se la compró, le dijo que tenía un amigo que le podía dar trabajo. ¿Trabajar? ¿Mario Arturo? ¡Eso estaría por verse!

6.

Mario Arturo emprendió una estrategia de drama a la Libertad Lamarque en contra de “El Orejón”,  que para ser justos con él, lo único que quería era lo que muchos jubilados anhelan: poder estar tomando cerveza todo el día sin que nadie los esté chingando.

-Papá, nunca te pido nada, la amo mucho, no me puedo presentar frente a ella siempre con la misma ropa. Mejor quisiera matarme.

Creo que haber sacado de su ronco pecho este enunciado le dio una idea: chantajear a “El Orejón” con el suicidio.

Desde ese día comenzaron a escucharse gritos que ya quisiera haber podido tener Ismael Rodríguez en alguna de sus películas. Mario Arturo, después de obtener la negativa recibir cien, doscientos, trescientos dólares, dependiendo lo que quisiera que le compraran, salía al patio (normalmente ya estábamos instalados enfrente para no perder detalle) con un banquito de madera pequeño y un conglomerado de cinturones de piel.

El banquito lo colocaba en el piso, debajo del travesaño de la cochera del patio, y con los cinturones comenzaba a elaborar una soga. Después de pasar la soga por encima del travesaño de fierro la colocaba alrededor de su cuello y se subía al banquito.

Ahí se doblaba El Orejón, no era de hule, tenía sentimientos por su hijo, salía del interior de la vivienda y “lo descolgaba”; desconozco que pasaba en el interior de la casa, porque después de los “intentos de suicidio” de Mario Arturo, no gritaban, así que nos quedábamos con la duda, pero un día después Mario Arturo estaba estrenando algo caro. Siempre.

7.

Esa mañana de sábado estábamos para variar enfrente de la ya mencionada casa, teníamos el plan de lavar nuestros carros y ver si  de paso había mitote. Mario Arturo nunca nos defraudaba, no pasaron ni veinte minutos cuando comienzan a oírse los gritos de toda la vida, una especie de llanto fingido, más gritos, una declaratoria de las pocas ganas de permanecer en este mundo y que ya mejor que se lo llevase la calaca.

Hay una cosa de la que Mario Arturo no se percató, pero nosotros que ya llevábamos rato ahí acomodando los carros sí: a esa hora “el Orejón” ya había por lo menos tres veces a la tienda por una caguama cada vez, quiero decir que ya andaba medio pedo.

Se abre la puerta y sale Mario Arturo con su banquito y su madeja de cinturones, hace una soga con ellos, los cruza por encima del travesaño de la cochera, los enreda en su cuello y se sube al banquito.

En ese momento El Orejón va saliendo rumbo a la tienda con un envase vacío a comprarse otra caguama, le pasa por un  lado a Mario Arturo, balbucea algo, se regresa y ¡le patea el banquito!.

El banquito voló unos diez metros de tan fuerte que lo pateó; sigue su camino rumbo a la tienda, ¡no voltea ni una vez!, ¡se mete a la tienda!

Mario Arturo se sujetaba el cuello y movía vertiginosamente los pies, se puso rojo, después morado, se mueve mas lento, ¡se está desmayando!

Cruzamos la calle y con una navaja cortamos la soga improvisada por él mismo. Comienza a jalar aire con desesperación y comienza a recuperar el color. “El Orejón» sale de la tienda, viene con su caguama llena en la mano, pasa al lado de su hijo quien tiene una rodilla en el piso y se sujeta el cuello.

-¿No que te querías matar? Pinche culón.

El Orejón se mete a su casa.

Se quedó en la calle como dos horas, reflexionando -creo yo- sobre lo nada rockstar de su  numerito. En el club de los veintisiete seguro lo considerarían un pelele. Ya no le pidió nada su padre en adelante.

*Los nombres y algunas circunstancias fueron modificadas para proteger la identidad y privacidad de los involucrados
**Las ideas contenidas en este texto son responsabilidad de su autor y no reflejan la postura de News Report MX

Gabriel Zamora Paz (@DrGabboes Psicólogo por la UABC, Maestro en epistemología y doctor en Psicoanálisis Lacaniano.

Gabriel Zamora Paz

Cuenta con 20 años dedicado a la actividad clínica como psicoterapeuta primero, cómo psicoanalista desde hace 6 años y trabajó 6 años como académico en la UPN.

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